sábado, 14 de noviembre de 2015

No es el Islam, son los fanáticos

La historia, escribía Marx en el "Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte", se repite dos veces: una como tragedia y otra como farsa. Sin embargo, hay ocasiones en las que se repite dos veces como una inmensa tragedia. Los atentados de París son el inicio de otro período de represión en nuestra historia posmoderna. Un sangriento y cruel recordatorio acerca de que el mundo occidental no puede escapar de la espiral de violencia y destrucción (que nunca olvidemos; en buena parte ha sido creada por él mismo) ni siquiera dentro de sus propias fronteras.
La osadía de esa formación de asesinos autodenominada Estado Islámico, que ha perpetrado un atentado mucho mayor que el que conmocionó a Europa en las oficinas de Charlie Hebdo, es desproporcionada a todos los niveles. La capital francesa suponía un punto de mira ideal para los fanáticos no solo por los acontecimientos anteriores, sino también por sus continuos bombardeos en la guerra de Siria y su reconocimiento oficial como Daesh (nombre despectivo en árabe que se le da a la organización en Oriente Medio). Francia está de luto, y con ella el régimen de libertades que hemos conocido.

Me resulta presuntuoso y desacertado que se crea que con poner una bandera francesa se demostrará más solidaridad con las víctimas. Las víctimas del odio no tienen nacionalidad, ni patria ni bandera. Se esparcen a lo largo del mundo y sufren las consecuencias de la manipulación, el desprecio más inhumano y las trifulcas irracionales que se libran en cada injusticia. No son ni más ni menos: a lo largo de la historia han sido siempre las mismas. En última instancia, este gesto sirve para recordar a los heridos y familias de los muertos de que no están solos. Pero no lo están, y el apoyo y empatía del mundo entero trasciende mucho más que una simple banderita.

Una vez más se cumplirá la sentencia de Óscar Romero: las serpientes morderán a los hombres descalzos y la razón se evaporará en un imaginario brutal y descarnado. Enhorabuena, fanáticos de Daesh, porque con vuestras acciones habéis vuelto a despertar a los monstruos: esa ultraderecha europea que rugía contra vosotros resurgirá como la espuma; y os destrozará no a vosotros, sino a miles de vidas inocentes que luchan por sobrevivir a diario, que aman la paz y respetan la diversidad, que entienden y acogen. A esa mayoría silenciosa que profesa vuestra misma religión pero que se negaron a aceptar un ideario de violencia irracional; esos serán los primeros que caigan. Empezando por los refugiados que tratan de huir de una guerra que nunca fue la suya hasta llegar a los inmigrantes que llevan años soportando la discriminación y el desprecio de un europeísmo cada vez más hermético y anquilosado. Porque, también hay que recordarlo, en Francia se practica una enorme exclusión social hacia los musulmanes. Gracias a vosotros, fanáticos, Marine Le Pen ganará las próximas elecciones, en España se aprobará otro pacto antiterrorista que violará los derechos humanos e incluso puede que Donald Trump se convierta en el nuevo presidente estadounidense. Y para entonces, no habrá momento de marcha atrás en un continente cada vez más lejos de la democracia y más cerca del empoderamiento de los representantes de la opresión y humillación.

Ojalá fuera cierto que todos los fanáticos son estúpidos. Pero lo peor es que no siempre lo son. El antropólogo Juan Luis Arsuaga comentó que el ser humano es el único animal del planeta capaz de ser fanático, un problema que para nuestra desgracia ni siquiera miles de años de evolución podrán paliar. De nada nos servirá salvarnos de la ilógica del terrorismo si no somos capaces de salvarnos a nosotros mismos. La islamofobia es el principal problema de futuro: los musulmanes del siglo XXI son los que fueron judíos en el siglo XX, con el agravante de que también son el principal blanco de los grupos rigoristas islámicos. Esta mañana escuché a un voluntario de una asociación decir con tristeza: "Si ahora les miran mal a ellos, ¿cómo nos mirarán a nosotros, que les estamos ayudando?".
Todos estos razonamientos seguramente sirven de poco para los que han sufrido esta carnicería sin sentido, pero tenemos que recordarlo tanto como llorar sus pérdidas. No debemos crear falsos supuestos.

Hace diez meses escribí un credo en memoria de las víctimas de los atentados del 7 de enero. Hoy he recordado que hace dos años escribí un poema llamado "París". Triste coincidencia sobre una ciudad donde el horror repite infinitas veces la misma historia.


París
Wenn ich ihre Haut verließ -
der Frühling blutet in Paris.
(Fruhling in Paris, Rammstein)

La primavera se desangraba
Entre los aleteos de las palomas
El flujo circular de los trenes
Y las nubes convertidas en polvo

Como un amasijo de hierba y hierro
Avanzaba grácilmente entre
Las estilográficas de los despachos
Los regímenes de dieta cumplidos
Y los decretos oficiales en desuso

La primavera bailaba
Y atraía a los niños sin huesos
Atándolos para siempre a su bullicio
Del silencio, y a sus súplicas hermosas

Acaso quiera yo no ver a la primavera
Que deambulaba entre las luces de neón
Como una mala madre o mujer libre
Que estiraba las piernas en bancos y avenidas
Sintiendo cansancio
Entre sus muslos de bailarina inagotable
Un otoño demasiado largo en primavera
Las inundaciones pisaban sin ganas
Las letras de agua y sombra

¡Y es que la primavera se desangraba!
Melancólica entre acólitos
Dulce y pausada en los carruseles
¡Y es que nadie la veía!
Acaso un viejo vagabundo
Antes de roer una lata vacía
O tal vez leprosos desheredados
Los viejos que no cesan
Las latas de conserva sin vaciar
Las comadrejas vacías
Las mascotas desilusionadas
Los fuegos artificiales asesinos
Las cometas sin fricción
O hasta el mismo guerrillero sin patria

La primavera se desangraba.

Es un hecho.
Hecho hecho salvaje
Pero al fin y al cabo hecho.

Y es que la primavera danzaba
entre las flores de los hombres muertos
los espejos de ojos asustados
y el ocaso de las rocas en estado de celo

¡Maldita sea, la primavera danzaba
Y yo danzaba con ella!




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